Llevo varios días con esta idea en la cabeza. Curiosamente, aúna en sí conceptos contrapuestos, como son el reencuentro y la huída.
En cuanto al reencuentro —y al atrevimiento que supone el buscarlo— estoy orgulloso. Pero no puedo negar que exista también en ella, como digo, una inclinación hacia la huída. Y por supuesto, me siento avergonzado. Lo que está claro es que la idea no es descabellada. Quitémonos eso ya de la cabeza. Lo descabellado es no tener ideas, no querer plasmarlas en la realidad.
A ver, hace unas noches tuve una visión. Me veía a mí, sentado a una mesa, en un departamento acogedor, algo desordenado y luminoso. La mesa está cubierta con un mantel de hule, de cuadros rojos y blancos. También hay sobre ella un portátil, abierto, una botella de licor y un vaso ‘old fashioned’. Estoy relajado, apoyado sobre el respaldo de una silla, y tengo las manos en la nuca. Visto una camisa blanca, abierta, con las mangas recogidas hasta el codo y una camiseta, interior, también blanca. Dirijo mi vista hacia mi izquierda, hacia el balcón abierto por el que entra el verano. Afuera hay una calle por la que pasan hombres y mujeres, el comercio del día a día. Y, aunque nada en esta foto nos lo asegura, el agua está cerca. Es una sensación placentera saber que ahí se está bien. Que queda un mundo por descubrir. Que a la noche saldré a buscarle tres pies al gato.

No me preguntéis por qué lo sé, pero ese lugar era Managua. La capital de la República de Nicaragua. La verdad es que no recuerdo haber pensado jamás en visitar Centroamérica.
Sí he fantaseado, y mucho, con ir un poco más al sur. Pero mi viaje (creo que lo haré pronto) siempre comienza a partir de Colombia. Y desde ahí, a Brasil, a Argentina… Ya sabéis, Sudamérica.
Esta visión me ha acompañado durante los días siguientes. Me sirve como remanso de paz. Y cuando quiero sentir que empiezo de cero de nuevo, cierro los ojos, y allí estoy, rellenando el vaso de licor, con la frente perlada de sudor. Incluso salgo al pequeño balcón. La brisa, de forma intermitente, preña las cortinas abiertas, sedosas y blancas. Y acodado sobre la barandilla, acepto como un regalo los colores que saltan a mis ojos. Allí una fachada azul, acá un vestido color canela; un pelo grasiento, negro y tozudo, o el verde de las palmeras, herido por la luz.
Y entonces, quiero irme ya. Empezar esa aventura, encarar los riesgos. Siento que sólo así, tomando distancia, puedo enmendar la ponzoña que últimamente he vertido en mí mismo, que he establecido con tanta gente. Que así sería más fácil sacar aquello de mí que ha estado bloqueado u oculto por cualquier máscara.
Aunque también lo deseo por el mero placer de la aventura, por las experiencias que tanto ansío y que proyectan sombras en los pasillos tenues de la razón.
Porque caí en la rutina. Porque, llegado a un punto, no me creí capaz. Y, aunque esto me ha pasado, sigo siendo un hombre.
Por lo tanto, quizá lo haga, sí. Viajar. Buscar. Encontrar. Pero no me engaño tampoco. Como os decía, late también dentro de esta idea una huída, quizá el aroma de una rendición. Y por eso no voy a pasar. Tal vez me atraiga dejarlo todo atrás, entrar en el olvido lo antes posible; cortar por lo sano, como se suele decir. Y eso no lo voy a hacer. No sólo porque esta ciudad me guste, o porque tenga varias cuentas pendientes con ella, sino porque he de continuar aquí ciertos proyectos que no voy a dejar tirados. Es decir, tengo responsabilidades. Pero no creáis que le doy la espalda por ello a la ‘locura’. El momento llegará. O haré que llegue, si los puristas del desarrollo personal así lo prefieren.
Decía un viejo conocido que Katmandú está en el interior. Y creo que tenía razón. Aunque yo añadiría, y me parece bastante importante hacerlo, que también está en el exterior. ¿No es así? ¿O nos vamos a engañar también en esto, aprovechando la moda de la felicidad individual y autosuficiente (otro día deberíamos hablar de esta mierda, «R») que tanto se esparce por las librerías de medio mundo?
Así que urdamos el plan, terminemos los proyectos, salgamos ahí afuera, donde sea, a ver qué cojones tiene esa cosa que es la vida de la que tanto habla la gente.
Sin pedir ningún permiso, vuelvo a cerrar los ojos. Sigo en el balcón, ensimismado en lo que veo, en lo que siento. Un grupo de personas se para entonces debajo. «R» me insta a unirme a ellos. Esta vez va acompañado de un par de chicas y un par de amigos.
—«Enseguida estoy ahí» —les digo.
Dejo el vaso sobre la mesa. Hay una quemadura pequeña y circular en el mantel. De cigarrillo, sin duda. No la había visto. La fiesta de hace dos noches, quizá.
Cierro el portátil. Voy al espejo de la entrada. Me encanta este espejo. Lo conseguí en un mercadillo ambulante, en un callejón cercano. Casi tiene mi altura. Es ovalado y el pie de madera está lacado en blanco. Parece el típico mueble de una antigua hacienda sureña.
Y yo creo que lo que veo en él no está nada mal.
Después abro la puerta. La madera crepita en un quejido indiferente. Apago la luz de la habitación; y sin más —ni menos—, salgo a la tarde de Managua.