Hoy el sol ha vestido las fachadas de la ciudad con una gasa tibia, anaranjada.
Y aunque hemos llegado al otoño, parece el principio de la primavera. Supongo que es cuestión de mentalidad. En el edificio de enfrente, las ventanas están abiertas. La gente aparece y desaparece. Muestra su vaivén y un pedazo de vida, a cambio del aire y el sol.
En esa rutina controlada que no hay miedo a esconder, encontramos, por ejemplo, a Señorita Delicada —y su coleta rubia, con forma de pincel lustrado—, que ahora teclea en su portátil; que hace una pausa para tomar en sus manos una taza de té. Es sedosamente femenina, quizá empalagosa, y ha comprado esa taza —de porcelana blanca— en algún comercio, instintivamente, porque siente que encaja con ella. Quizá porque refuerza su autoconcepto. Los detalles de color en el salón están perfectamente distribuidos, y parece incluso haber elegido dónde sentarse para que el conjunto guarde un equilibrio. Para mi gusto, muy delicada. Poco caos humano, poco desorden terroso. Aunque nunca se sabe.

Desde la plaza, me llega el mismo acordeón de ayer, apostado frente al quiosco. Se enfrenta, con paciencia, al telón de fondo de una sirena, y al brotar bronco de una moto. Pero lo hace con templanza, incluso con docilidad, como si supiese que al final, en el final de los finales, cuando sólo quede la estatua de la libertad, semi enterrada en una playa desierta, esa melodía será lo único que arrastre el viento y ocupe el silencio.
Y sin embargo, curiosamente, existe armonía —una armonía de ciudad, por supuesto— en ese contraste sonoro. Los sonidos se unen, se mezclan en un contrapunto: la sirena huye, por una puerta que abandona la ciudad; subraya la música sincera y modesta; La Vie en Rose (esa es la canción que interpreta el acordeonista) pinta la plaza de claveles; de vino; de París; de jerséis Bretón; de pequeños teatros y vestidos de lunares con cuello Peter Pan. Pero esperad, ahora aparece la voz grave. En el centro del escenario, se levanta, orgulloso y masculino, el motor grave de esa moto, como un pálpito furioso que arranca pétalos a la vida. Es una carraspera, abrumadora, que surge de la garganta de un dios manchado; una carraspera con vocación de ópera: belleza y tragedia timbrando la misma voz.
En fin, una sinfonía de ciudad, supongo.

Apoyado en el alféizar, desplazo mi vista, desde la Señorita Delicada hacia la izquierda.
En otra ventana, una anciana de rostro afable mira al cielo. Muestra una media melena suelta, plateada, donde algunos de sus cabellos, levemente desviados y rígidos, hacen pensar en una brocha usada. Tiene una cara redonda y sus arrugas, expuestas al sol, aparentan ser falsas, pintadas con un lápiz. Cierra los ojos. Parece apreciar ese placer; el que le brinda el sol sobre los párpados, como una de las pocas verdades aún a las que puede agarrarse. A su derecha hay otra ventana. La persiana está bajada. Miro las dos aberturas en conjunto, la de la anciana y la cubierta. Si el alero del tejado son las cejas, ese rostro me está guiñando un ojo. Es lo que tiene ser propenso al fenómeno de la pareidolia.
Entonces, se oyen las voces de dos niños. No sé de dónde llegan, pero la anciana se retira. Se introduce en la penumbra de un pasillo. Y una extraña sensación recorre mi cuerpo, como si hubiera presenciado realmente a una pupila abandonar su ojo.
Joder, se me va la cabeza. Entorno la ventana. Vuelvo al ordenador.
Antes de salir, me apetece escribirle. Tocarla a distancia. Sí, a ella. Maldita sea mi estampa.
En la calle, dos voces de viaje —dos holandesas, probablemente—, trufan alegres la rutina de los vecinos y el comercio. Las ruedas de sus maletas traquetean sobre la acera. Durante un buen rato, ese enfado de perro sin alma parece llenar toda la calle.
Pienso un momento. Hoy es fiesta.
Pero tengo cosas que hacer.Tengo que concentrarme.
Veamos, ¿de qué iba a hablar yo aquí hoy?
Ah, sí.
Ayer hablé con un buen amigo. Charlamos de varias cosas, como siempre. Fue muy ameno.Le enseñé algunos escritos, y en cierto momento me dijo:
«…Todos tenemos una proyección mejor de nosotros mismos, un lugar donde somos más valientes, más aventureros, más intrépidos, más sagaces…»
Se refería, supongo, y en este caso, al ‘yo’ que usamos en nuestras creaciones, al escribir, por ejemplo (no siempre se hace; de hecho, el mundo está lleno de escritos cobardes y deshonestos). Sin embargo, pensad en esto un instante. ¿No será que a veces, sólo en un diario, o en una obra de ficción, en una idea o en pensamientos furtivos somos capaces o valientes para reconectar con nuestro ‘yo’ más nuestro?
Quizá haya entonces que sacarlo del pozo, traerlo a la luz de los lugares reales. Porque tal vez estemos enfermos de costumbre, de alienación. Quizá con otra actitud, todo lo que hagamos desde ahora repercuta de otra forma en nosotros mismos. Tal vez la vida nos refleje entonces, en nuestro interior, en personas y en situaciones, nuestro ímpetu y nuestro deseo.
Y esto nos devolverá la proactividad (concepto del que hablaré luego), seguro.
Creo que todos sabemos lo que es la actitud, la mentalidad, la filosofía ante la vida. No quiero hablar de ello como en un libro de desarrollo personal, porque si os he de ser sinceros, sufro cierto rechazo hacia su lenguaje. Compartimenta el alma, es proclive a reducir cualquier concepto y a veces se adorna con un misticismo barato.
Así que ¿cuál es tu verdadera actitud? ¿Te hace feliz la que estás mostrando? No sé, pero son preguntas que deberíamos hacernos alguna vez, creo.

Mierda. Se me hace tarde. Quiero ir a visitar un barrio por aquí cerca. Ya habrá tiempo después de centrarme en algunas cosas que debo trabajar. Me han hablado de un sitio en el que hacen un bacalhau à brás exquisito.
Me siento excitado. Me pruebo una camisa. Me queda bien. Sí, va a juego con el día. Mientras me encajo los vaqueros de pitillo, abro Youtube. A menudo, reproduzco vídeos o música antes de salir a la calle. Acompañan estos momentos, tensan algo más la emoción por un nuevo plan, por una experiencia que siempre espero estimulante.
A ver… Sí, esta canción tiene el ritmo que busco…
Pincha aquí si quieres salir conmigo de casa Ah-ah-ah-ah-ah-aah… 😉
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