Me distraigo al oír los primeros acordes de una canción. Una que no escuchaba hace tiempo. Así que vuelvo a la otra realidad. A la que se supone que es más cierta. Estoy sentado a la barra. Y la camarera (la chica) termina ahora de cortar las limas. Para cócteles, supongo.
Toda esa fantasía sexual… ha ocurrido en segundos… Joder, a veces me sorprende la velocidad a la que trabaja la mente.
Giro hacia atrás la cabeza, y miro a la tele del pub. En la pantalla, una rubia se contonea, sensualmente, alrededor de un micrófono clásico (ya sabéis, de esos usados en los años ’50, de cabeza grande, cromados). Está buena. Y el juego que se tiene con el micrófono… claro, la hace más atractiva. Me hace pensar en una conejita; con ese vestido rosa, con esos pequeños pompones que rodean su escote. Sí, eso es lo que me parece. Exagera sus gestos; hace mohines aniñados, provocativos, y me recuerda que mi erección existe también en esta realidad. A veces me pregunto si este impulso sexual es normal, joder.
Aquí podéis verla: La canción de la conejita.
Se me ha ido la cabeza. Miro la hora. Mierda. «P» ya habrá aterrizado, y se estará dirigiendo al centro. Llamo a la chica (a la camarera). Me sonríe. La verdad es que parece simpática.

Pero no puedo pensar en esto ahora mismo. Le pago, y me juro volver algún otro día. O una noche, mejor.
Bueno, al tema.
Salgo del pub y miro alrededor. Las calles, la gente que va y viene y las luces, ya sabéis. Me aguarda un viaje en metro, y después unas cervezas con «P». A «P» realmente no me une mucho, pero es un tío agradable. Viene por trabajo, así que tendrá poco tiempo, supongo.
Mientras me dirijo a la boca de metro, pienso que «P» es también bastante equilibrado para mi gusto. Creo que eso, ese carácter algo previsible, acaba aburriéndome, y a veces sacándome de mis casillas. Claro que, quizás esa es la imagen que me da a mí. Nunca hemos pasado mucho tiempo juntos para descubrirle sus historias ocultas (ni la evolución de estas, que esa es otra). Tampoco hace falta, supongo. Nuestra relación tiene un carácter intermitente y esporádico. Hemos coincidido en diferentes momentos de nuestra vida, y ya está. Pero está bien verlo, charlar con él y tomar unas cervezas.
Espero en el andén del metro. Faltan aún minutos para que aparezca el próximo tren. La estación está vacía, si exceptuamos a un hombre de mediana edad dormido en uno de los bancos. Joder, tiene pinta de habérsela cogido enorme, el cabrón.
Mientras espero, me pregunto qué pensaría «P» si conociese ‘mis historias ocultas’. Porque yo sí las tengo. Por cientos. En realidad, creo que esta aventura, ésta que he empezado con mi amigo «R» y con este blog, comienza en este andén. Vuelvo la vista atrás, a mi vida hasta ahora, a la sucesión extraña de acontecimientos y tropiezos. Y también a los pocos momentos en los que he estado más cerca de ser quien soy. Como casi siempre, siento vértigo al recorrer los pasadizos del pasado; y hay incluso puertas a las que decido no acercarme. Quizá no estoy preparado para abrirlas. Pienso en todo esto, cuando el estruendo del metro irrumpe en toda la estación. Me subo a un vagón y me siento. No hay mucha gente: dos ancianos arrugadísimos, que incluso podrían estar vivos; una muchacha con rastas, sentada en el suelo, y un tipo con gafas, de apariencia anodina, inmerso en su libro. Así que me uno al silencio y a las miradas perdidas.

Recuerdo lo que decía «R» de esta ciudad («R» también vivió aquí una temporada). Que se componía de diferentes mundos. Y que a estos accedías a través de las diferentes estaciones. Porque en aquel tiempo, muy jóvenes, no conocíamos como llegar andando de un sitio a otro. No ‘veíamos’ la conexión real entre un punto y otro, entre un mundo y otro. Así que teníamos la impresión de tener acceso a algo así como diferentes islas. Y muchas de ellas son muy diferentes, creedme, lo que potenciaba esa sensación extraña de estar dentro de un videojuego, o de no poder asir el concepto de ‘nuestra ciudad’ cuando hablabas con amigos que también vivían aquí. En fin. Eso hace mucho que no es así. Durante un tiempo, incluso, me aficioné a las largas caminatas. Y uní muchos de esos mundos. Y la mayoría de veces estaban realmente cerca los unos de los otros.
Dentro de un minuto llego a la estación donde debo bajar. Y allí estará «P», los bares y la gente, esta vez por todos lados. Eso, en realidad, me gusta. No creo que pudiera vivir alejado de una ciudad. Aunque las hay mejores, sin duda, al menos en algunos aspectos. Por ejemplo, echo de menos el mar. Es curioso, porque no me crié en una ciudad costera, pero siempre he pensado que entre el mar y yo hay una historia aún no escrita. Hablaré de ello otro día.
Ahora debo subir estas escaleras y dirigirme a la esquina de la glorieta, donde me encontraré con «P». Hemos quedado frente a una pizzería. Antes me dijo el nombre de ésta, por teléfono, pero lo he olvidado. De todas formas, no creo que sea difícil encontrarla.
Al salir a la calle, vuelvo a pensar en el tema de los mundos diferentes. ¿Y si lo extrapolo a mi situación? Es decir, si pudiera explorar mentalmente aquellos pasadizos que conforman mi pasado, quizá entonces podría encontrar esa unidad, esa vista sobre la ciudad completa que he llegado a ser. Y quizá así podría aclarar mi mente. ¿Quién sabe? En alguna de esas calles imaginarias, en alguna de las plazas y bulevares a los que alumbra mi espíritu torcido, quizá encontraría una placa indicativa. Una placa con el nombre de mi esencia.
Bueno, quizá no sea tan fácil. Quizá encontrase primero un larguísimo hilo rojo, sin final aparente, sobre los adoquines de cualquier travesía. Y entonces me agarraría a él, sin dudar y con firmeza, para ver dónde me lleva. Para ver, en definitiva y de una vez por todas, dónde me llevo.
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