Las escenas más simples, pueden albergar una hermosura embriagadora. Lo que siguen son solo retazos de algunas de las estampas que cobran vida en mi pensamiento y que me transmiten su luz: tan bella como en el momento en que la percibía.
Vas dando pedaladas, te cuesta con la bicicleta que parece un muerto. Miras una y otra vez la rueda delantera, por si la dinamo te está robando esfuerzo, pero no es su culpa. La rueda de atrás tiene un pequeño bombo por el golpe que te diste ayer noche y hoy, claro, de vez en cuando roza con la zapata del freno.
Sigues y estas absorto con el sonido de la rueda pasando por las chinas mojadas. Ese sonido constante de la rueda abriendo un pequeño surco, dejando a cada lado la gravilla que en algunos puntos se tornaba puro barro. Los campos de maíz estaban rebosar, verdes, inmensos, altos, campos y campos de maizales regados por aspersores altos, haciendo arcoiris por doquier.
Cuando discurrías por entre los maizales, te sobresaltaban ráfagas de un aire cálido y atascado, que no podía salir por ningún sitio, cargado de humedad y de olor a barro, maíz y hierbas. Ese calor, de pronto se tornaba en brisa fresca cuando terminaba el bloque tupido del maizal, hasta el próximo, y así, uno tras otro.
El sudor me corría por la frente y a veces se metía en los ojos causando escozor. Iba sin camiseta, como siempre, y de vez en cuanto sentía gotas de barro posándose en mi espalda, nunca me gustaron los guardabarros. Cuando no estaba metido en mí mismo escuchando el sonido cautivador del paso de la bici, echaba los ojos hacia arriba, y veía el cielo brillante, el sol magnífico y duro golpeándonos la piel. Eran esas imágenes del verano que se me quedaban grabadas en la memoria.
La gravilla fina se volvía a menudo más basta, y las huellas que los tractores habían dejado en los caminos te maltrataban el culo botando en cada hendidura. Sorteando charcos y esquivando las piedras recorríamos los caminos de los alrededores. Parábamos en cualquier ruina en la que nos pudiéramos meter, imaginando historias que nunca pasaron y adaptando nuestro entorno a nuestra imaginación. Si tocaba, también podíamos hacer una parada en algún viñedo a comer uvas o quizás guardáramos unas cuantas panochas para ponerlas al fuego después de cenar, con un poco de sal.
Mi cuerpecito jovial y hermoso de 12 años estaba ya bañado en barro y sudor cuando veíamos acercarse la era del pueblo vecino. Ya quedaba menos, dentro de poco dejaríamos las bicis tiradas en la acera para comprar una coca-cola y comer unas pipas.