No me vuelvo. El tipo se ha sentado a la barra, detrás de mí. Le oigo pedir un cubata. La chica, enseguida, vierte hielos en una copa. Y el líquido cae sobre ésta después. Ahora, siento una sensación cálida en el cuerpo. Siempre he asociado al calor el alcohol sobre el hielo. Chasquean los cubitos, y los imagino bañados en el ron, oscuro y dulce.
Un periódico —o una revista— se abren entonces a mi espalda, y los pasos de la chica se acercan. Cuando para frente a mí, aún dentro de la barra, giro la cabeza. La miro. Arrastro mi cerveza, acercándosela, y se la ofrezco en silencio.
Su gesto es hermético, y su pensamiento inaccesible. Sus ojos se dirigen al tipo que pasa páginas detrás de mí. Luego, mira la cerveza y la agarra. Se la acerca a los labios, y echa un trago, con la mirada perdida en la puerta del pub. Tras ello, sale de nuevo. Pero ahora anda más despacio, como si tuviera miedo de quebrar la tarima.
Viste unos pantalones negros, ceñidos. Sólo la suela y los tacones de sus botines —a juego con camiseta y pantalón—, se distinguen del conjunto, mostrando un color parecido al del chocolate con leche. Cuando llega a mí, mira por encima de mi hombro. Detrás, las páginas siguen pasando, lentamente, monótonas.
“Aquí no” —me susurra.
Bien. La observo. Y le respondo. “Vale”. Entonces, se da media vuelta y se aleja hacia el fondo del pub.
Sin dudar, la sigo. Es inevitable fijarme en su culo, prieto y realzado por la tela pegada al cuerpo. Parece un enorme melocotón, vestido de etiqueta negra. Ese es el pensamiento que me domina. Y lo imagino desnudo, o con unas braguitas que se ajustan —como una fina y segunda piel—, a esa carne repleta y firme.
El pub tiene planta en forma de ‘L’. Y tras el recodo, nos encontramos en otro espacio, más pequeño, pero en la misma penumbra. A uno de los lados, dos dianas electrónicas emiten luces y cifras, de forma intermitente, en sus pantallas led. Aquí, también hay otra barra, pero más corta y baja. La chica recoge dos vasos semi vacíos sobre ella y los arrincona en un extremo, junto a un puñado de copas sucias.
«Fue una conocida… La que me enseñó a leer los labios, digo». Se gira hacia mí y me mira, curiosa. Y hace una pausa, antes de hablar. «Ah… Y… ¿cuándo fue eso? En su voz se mezclan el deseo de creer y un residuo de precaución. Y yo guardo silencio, como si estuviera ensimismado en el recuerdo. «¿Era… tu novia?» Mis ojos ahora están fijos en el frente. En los estantes llenos de botellas, cachivaches metálicos y alguna pegatina de propaganda. Ella sigue su dirección.
«¿Mi novia? —respondo mientras dejo entrever una sonrisa— No… Era una conocida… Y algo descocada, por cierto. Divertida a veces».
«¿Descocada?» La miro de nuevo, y adapto un tono de confianza. «Sí, ya sabes… bastante… libre. Oye… —continúo y me aproximo a ella, despacio— ¿Qué es lo que quieres saber?»
Ahora me mira a los ojos directamente. Su tono es una puerta entornada a mis deseos. «¿De verdad… puedes ver cosas? ¿Saber cosas de la gente?» Dibujo una media sonrisa. «Ven» —le digo. Y la cojo del hombro, guiándola al rincón que forman la pared y la barra. «No lo sé. Siento… cosas. Sí, veo cosas. ¿Tan extraño te parece?»
Ahora está atrapada, entre la pared y mi cuerpo. Vuelvo a hacerle la pregunta: «¿Qué quieres saber?» La chica sonríe, algo nerviosa. «Me estás tomando el pelo» Pero no le contesto. Observo sus ojos, huidizos. Enseguida, su rostro se gira y agudiza el oído. «¿Ha entrado alguien?» «No. No ha entrado nadie. Sólo está ese tipo, leyendo su periódico. Y no puede vernos aquí. Dime, ¿qué quieres saber?» Vuelve a reír, se cubre la cara un instante con las manos y luego mira al suelo. «Pues, no sé… ¿Cuántas cosas puedes decirme? Porque…» «Las que quieras. Cuánto más te entregues en los besos, mejor será».
No responde, está en tierra de nadie. Le levanto el rostro, y la beso con fuerza, pegándome a ella, oprimiéndola contra la pared. Quiero que sienta mi erección. Que imagine el volumen y la carne hinchada que podría llenar los huecos de los que dispone su cuerpo.

Le muerdo los labios, entro la lengua en su boca y busco la suya, la rodeo, la abrazo. Sin demasiada decisión, su cara me rehuye, oscilando a uno y otro lado. La sujeto con firmeza, y humedezco aún más sus labios, y su lengua avergonzada y carnosa.
«Suéltate» —le ordeno.
Llegado este momento, sólo pienso en cómo podría obstruir su boca con mi polla, y en cómo podrían forrármela esos labios; en dificultarle la respiración a ese rostro, hasta hacerlo cambiar de color, mientras acepta, como un mandamiento más, estar llena de mi empuje. La imagino de rodillas, concentrada, dócil, aceptando el ataque y los golpes mojados en su garganta. Disfrutando de su servil condición, asumiendo que es un juguete, hecho para ser magreado y hendido.
Al fin y al cabo, es su dueño quien la usa para obtener placer. Y eso la hace mojar aún más sus bragas.
Pero aún no estoy ahí.
Sin embargo, noto un cambio. La chica cierra sus ojos. Sus manos siguen resistiendo el empeño de mis hombros por cercarla… Pero su lengua ha aceptado parte del juego. Enseguida, me dirá que ella ha cumplido con las directrices.
Continúa en «T». Una Primera Noche (4)
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